Carola

Fue curioso. Estaba revisando archivos .txt viejos y en eso encuentro un texto del que no me hacía cargo. A medida que fui avanzando en la lectura me di cuenta de que sí, efectivamente, era un cuentito escrito por mi hace muchos años. Lo había olvidado por completo. No es que sea una gran obra. Para empezar, habla de una chica que si ahora yo pensara en una gran mujer para enamorarme, dudo que pusiera las cosas que escribí entonces. Y además hay frases largas al cuete, o enredadas, y cosas así.
Pero fue una linda sorpresa. Porque además tiene una idea que me gusta mucho, y un par de momentos que a mi se me hicieron maomeno bien, che. Yo qué sé. Lo comparto sin más preámbulo. Y si alguien que me conoce hace tiempo tiene algún dato más para darme a mi de este texto, bienvenido sea.


Carola


Se entretenía con las hojas secas como quien admira una obra de museo. Convertía a una hormiga cargando una hoja en su ídolo del día. Mientras caminábamos a veces se detenía, me frenaba con una mano, con la otra me tapaba los ojos y cerraba los suyos para que nos dedicáramos unos instantes a escuchar el mundo. Carola me besaba con la suavidad y el ansia con la que uno se lame la sal después de un baño en el mar . Como degustando un banquete, como si se liberara de una carga y sólo a través del beso pudiera despegar.
En las tardes de otoño, Carola podía sostener el sol con una sola mano.
- Aluvio - me dijo una vez, inventándome un nombre que no era el mío, como hacía siempre. - ¿vos sabés cuándo vas a cansarte de mí?
Lo cierto es que no parecía una pregunta suya. No de la Carola que yo pretendía conocer.
- Sí. - respondió mi voz, saliendo de mi propia boca, impulsada por mi cerebro. Aún así no estoy seguro de haber sido yo el que habló. - Exactamente la próxima vez que me hagas esa pregunta.
Sin darme cuenta le había entregado una invitación sin fecha de vencimiento para el adiós. Yo no iba a echarme atrás, y ambos sabíamos que ella tarde o temprano iba a ponerme a prueba, iba a necesitar pintarme todo un precipicio frente a mi esperando a ver si permanecía quieto o daba el paso hacia el vacío. Cualquiera de las opciones significaba caer.
Pasaron varios años sin que aquellas palabras volvieran a cruzarse en nuestro camino, hasta que lo inevitable se hizo presente, como la última hoja de un calendario saludando el fin de año tras doce meses de oculta paciencia. Ella repitió la pregunta con un inconfundible tono de despedida, y yo me quedé quieto sin pestañear en una esquina durante unos tres siglos.
Después de unas cuantas eras a la intemperie, un instinto que no fue el de supervivencia, porque ese había partido junto a Carola entendiéndose inútil de ahí en adelante, me trajo de vuelta a casa. El ascensor tardo unas cuántas décadas en bajar cuatro sucios pisos, y el cable colgando por debajo me hizo pensar en un hombre invisible ahorcado que juega a ser ascensorista.
El tiempo se hizo más real al llegar a casa, y los años volvieron a entrar en minutos, pero esto no ayudaba en absoluto a desempapelar la pena de todas las paredes.
Pasaron dos semanas - tiempo reloj - hasta que me decidí a morir de una buena vez. Nada importante ocurrió durante aquellos días. Yo mismo no podía ocurrir ni un pedacito de existencia. Decidí que el ritual tenía que realizarse en el baño, así que me encerré apenas el sol se ocultó y la ciudad se sumergió en las sombras de siempre. El agua de la ducha corría a modo de diminuto diluvio, y mi cuerpo se guió solo corriendo la cortina y metiéndose de un salto en la bañera antes de que yo pudiera pensar en cómo iba a hacerlo.
Me empapé. Me ahogué. Soñé una y otra vez que aquella húmeda intermitencia era una tempestad, que el agua acumulándose a mis pies era el mar. Me soñé fragata, me viví espuma. Me deshice entre las gotas, me solté el cuerpo y me hundí bajo mi propia piel, floté como un salmón jugando contra la ducha que caía, elevándome hacia donde la lluvia tomaba forma. Y en la cima de aquel adiós dejé ir la vida como quien suelta la rama de un árbol sobre el que ha estado jugando desde siempre, abriendo mis dedos con seguridad, listo para la caída.

Resucité un par de horas después. Tardé un tiempo en ponerme de pie. Fui acostumbrando de a poco mis ojos a la luz, mi mente a mi cuerpo, mi cuerpo al mundo de los vivos. Soltar mi existencia aquel rato no había curado el dolor, que todavía podía sentir apretándome el pecho. Pero algo en el aire se sentía diferente. Se trataba del aire dentro mío, del oxígeno jugando en mi interior, vagando por mi sangre, recorriéndome. Una cierta fragancia interior que impregnaba todo lo que me rodeaba. Algo parecido a una esperanza que nacía de ese desprenderse de tanto aliento fingido que en la costumbre de la asfixia no había hecho más que atorarme de humo la mirada.


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Zapatillas agujereadas


Así terminaron mis botines anteriores. Aunque no se vea, la suela del botín derecho está pegada con varias capas de variados pegamentos. La cosa amarilla que se ve es gomaespuma, porque como yo piso mal (apoyo mucho el talón) se había agujereado ahí y sin ese suplemento ingenioso (!) era muy incómodo andar.
El otro día escuchaba una cancioncita de un casete en que me grabó mi madre cuando era chiquito, y pensé que evidentemente fue un tema que me pegó fuerte para toda la vida. Pasen y vean. Y escuchen.



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